Soñando de verdad

Supongo que alguna vez habréis leído en algún sitio o incluso pensado vosotros mismos que los videojuegos nos hacen soñar. La frase tiene un sentido figurado, por supuesto. Cuando decimos esto, lo que queremos expresar es que hacen volar nuestra imaginación, que nos estimulan el intelecto, proporcionándonos una sensación placentera al hacerlo.

Tomemos ahora la frase en sentido literal. ¿No es cierto que soñamos con la vida real? De la misma forma que los videojuegos forman parte de ella, como el trabajo, la familia y los amigos, también es posible que por alguna razón acabemos soñando con un videojuego.

En principio, el acto de jugar es voluntario y salvo alguna excepción lo hacemos para divertirnos. ¿Qué sucede entonces cuando soñamos con un juego? Sucede lo mismo que pasaría al ser los protagonistas involuntarios de una película. Al no tener el control, el resultado es una lotería. Puede ser algo divertido o por el contrario, que nos veamos inmersos en una auténtica pesadilla.

Dedicarle muchas horas a un videojuego es una forma casi segura de que se produzca el fenómeno, pero lo que la experiencia me dice es que la mejor combinación para acabar soñando es jugar a algo que tenga una mecánica que se repita a menudo. En mi caso, tengo varios ejemplos en forma de rompecabezas.

Vicio puro.

El primero que recuerdo es el Tetris. Todo el mundo conoce los efectos que produce el fabuloso invento de Alexei Pajitnov. No puedes parar de jugar, te obsesionas con las formas y cómo encajarlas. No sé si os ha pasado, pero soñar con el Tetris puede ser terrible. No paran de caer piezas, les vas dando vueltas y cada vez vienen más rápido. La sensación de agobio es insoportable y no puedes permitir que se te amontonen en una columna. Más os vale no soñar con este juego, es serio.

Pesadillas de colores.

Si hay un juego de un estilo similar al que le he dedicado muchas horas, este es el Klax. Inevitablemente, empecé a soñar con millares de bloques de colores en continuo movimiento. Tap, tap, tap, tap. Se acercaban rápidamente y no podía dejarlos caer, buscando la mejor forma de colocarlos para que pudieran desaparecer, dejando libre un espacio necesario. Lo peor es cuando un ladrillo se te escapa y se precipita al vacío, aunque la imagen que recuerdo nítidamente es ese mar de bloques multicolor viniendo como un tsunami.

Los pequeños payasitos te pueden volver loco.

¿Pensáis que no puede haber nada peor? Pues os equivocáis: Los malditos Lemmings. Os aseguro que intentar guiar a todo un ejército de esos diminutos bichos, con sus pijamas azules y su absurdo pelo verde de teleñeco es un martirio. El juego es toda una delicia, uno de mis favoritos en su género, pero soñar con esto no es divertido. Buscas soluciones, pero esa marabunta de pequeñines te supera. Son tan torpes como imparables y cuando se amontonan, todo tu sueño se convierte en una nube azulada, una amalgama informe que puede reventar por cualquier lado, tomando la dirección equivocada.

Piensa en portales.

El otro día compré Portal 2 y me está sucediendo lo mismo que con su primera parte. Esta nueva obra maestra de Valve va mucho más allá que la mayoría de juegos en muchos sentidos y por eso me gustaría dedicarle un análisis en el futuro. Los que hayan disfrutado el primer juego o su continuación, con seguridad habrán experimentado ya la sensación de acabar pensando en portales en la vida real. Miras una pared y piensas que creando un portal podrías llegar rápidamente a otro lugar. Se trata de un juego tan absorbente que posee la cualidad de hacer que quieras aplicar sus mecanismos al mundo real. El problema está en que puedes acabar soñando con este universo y pasarte la noche abriendo portales quizá no sea algo divertido.

Imagino que hay muchos otros sueños ocasionados por algún videojuego al que hayamos estado dedicándole nuestro tiempo y no todos tienen por qué ser desagradables. Lo sean o no, al menos todo acaba al despertar y como decía Calderón de la Barca sobre la vida, los sueños, sueños son.